¿Y las abuelas paternas qué?

Jésica Baltazares

Recuerdo que, muy joven, pensaba si algún día me convertía en madre y, posteriormente en abuela, iba a amar sin duda más a mi nieto que a mi hijo. Sí, siempre deseé varones, las niñas, me lo enseñó la experiencia, es cosa complicada. Al menos para mí. Aclaro.
Dios me concedió el deseo. A mi vida llegó hace muchos años un pequeño, serio, observador y callado que desde el momento en que abandonó mi vientre me ha enseñado mil lecciones; para empezar que podemos madurar en menos de tres minutos, cuando te das cuenta que una vida, un futuro, dependen de ti.
Mi mamá era una experta en frases de vida. “Preocúpate de qué haces con tus hijos, porque cuando te mueras, seguramente Dios te va a preguntar ¿qué hiciste con este hijo que te presté?”, hasta la fecha su sentencia es una ley en mi existencia.
Y bueno, mi hijo creció y se convirtió en un feliz papá de una hermosura de niño. Cuando me enteré que mi amor venía en camino a esta vida, fue un momento excepcional, y sí, otra vez, aprendí que madurar puede ocurrir en un instante.
La vida y Dios me regalaban con ese anuncio una fuerza indescriptible, fue algo así como cambiar de motor, estar listo para empezar otra vez, y las que sea necesarias, con más energía y con una nueva percepción de la vida. Claro que en ese momento me di cuenta que sí, a mi nieto lo iba a amar más que a mi hijo.
Me regreso. Cuando joven mí razonamiento era muy lógico y simple, sí tus hijos son lo que más amas, tus nietos, al ser carne y sangre de aquéllo por lo que darías la vida, tienen que ser motivo de un amor mayor.
Uf. Vaya que sí.
Mi niño nació la mañana de un soleado domingo hace algunos años, cuando mi hijo salió con él en brazos del quirófano lloré con la misma emoción que hace veintinueve años, cuando la ginecóloga rehacía mi cuerpo minutos después del parto.
Lo bendije, igual que mi mamá hizo conmigo cuando me tuvo entre sus brazos por vez primera.
También supe desde ese momento que mi corazón tenía un dueño eterno, que despertaba el amor más esplendoroso, el de una sonrisa, un balbuceo, unos piecitos moviendo sin parar.
“Siempre recuerda que te amo más que a nadie en este y en todos los mundos” le digo a mi nieto cuando estamos juntos, lo veo y en sus ojos percibo el reflejo de los míos. La vida y Dios son tan maravillosos y perfectos que, en ocasiones mi pequeño dice frases o tiene actitudes que me recuerdan a mi abuelito materno o a mi mamá y no puedo menos que pensar en la magia de los genes. Y, como colofón, orgullosamente se parece mucho a mí.
Sí, a mí, su abuela paterna.
¿A qué viene esto? En las últimas semanas me he encontrado con los más diversos y, considero, bastante sesgados artículos, donde afirman que el amor de las abuelas maternas es algo así como otro nivel.
Cierto, sí claro, en numerosos casos. Yo misma soy muestra de ese maravilloso amor de una abuela materna que no sólo marcó mi vida con su esplendoroso cariño, sino que fue además, ejemplo de fortaleza, orden y voluntad.
Pero, me parece que las abuelas paternas también lo hacemos perfectamente. No todas, claro, igual que las maternas, no todas salen de un cuento de hadas.
Seamos claros.
Abuelas, como personas, habemos de todo tipo y la historia, junto con nuestros nietos, se encargará de juzgarnos.
Por esa razón comparto estas líneas con ustedes. Habrá voces a favor o en contra, como cuando en una ocasión expuse mi teoría de amar más a los nietos que a los hijos y una conocida me observó como si blasfemara “ay qué cosas dices Jesy”.
Recuerdo mi respuesta “usted ya es abuela, a poco no quiere más a su niño que a su hijo?”.
Optó por reír.
Cada que la encuentro sola en la calle o la escucho hablar de sus nietos como visitas amistosas de domingo, entiendo que no habitamos la misma frecuencia.
Por eso, insisto, habemos de todo. Cada quien con sus razones muy personales.
Así que, reitero, las abuelas paternas también tenemos que ser mencionadas, porque podemos amar con la misma o mayor intensidad, no se trata del género, del lazo consanguíneo, sino del amor que brota de tu corazón hacia esos extraordinarios milagros llamados nietos.

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